Tengo entre mis manos el último libro de Ramón Acín, Hermanos de sangre. Es una obra compuesta por catorce relatos sobre la guerra civil, la posguerra, los Pirineos y el viaje. Todavía no los he leído. Sólo me he limitado a hojear el volumen y espigar algunas frases y algunos episodios. Los saborearé durante el próximo periodo vacacional, como he saboreado aneriormente algunas de sus creaciones literarias.
La lectura de su última novela, Siempre quedará París, me llenó de satisfacción y me ayudó a descubrir el mundo turbulento y angustiado del maquis en el Pirineo aragonés en la difícil década de los cuarenta. Ramón vuelve de nuevo al Pirineo, regresa a su tierra, se reconcilia con sus raíces. Sus historias siempre nos estremecen y nos dejan un poso agridulce. Porque el recuerdo se convierte en ocasiones en una catarsis y la memoria, en un rosario desdichas.
Algunos opinan que hay que leer para evadirse o para olvidar. Pero en las obras de Ramón Acín el olvido es sólo una metáfora. Porque casi siempre surge el pesimismo, la fatalidad, la hostilidad y el misterio. Un misterio que, en ocasiones pugna por restañar las heridas del pasado y logra burlar el fantasma de la muerte. Son historias vividas o imaginadas, entre la realidad y la ficción. Historias de víctimas, ecos de un mundo afortunadamente sepultado. Aunque, por desgracia, siempre reaparezcan en la vida real los mismos fantasmas, las mismas rencillas, los mismos enfrentamientos. Es la materia eterna de los sueños. O de la ficción más profunda.
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